domingo, febrero 22, 2009

Un sentimiento diez veces más intenso que lo que ustedes humanos llaman amor

No puede haber hilaridad ni mucho menos comedia en la pieza que se estrena el próximo jueves, "Coro de Niños", a la medianoche en el Gran Rex, ubicado a pocos metros del simbólico obelisco de la ciudad. Porque aunque tanto en la narrativa, como en el jovial colorido de la puesta en escena, se incita a invitar al espectador a una atmósfera ligera, ésta sencillamente no queda desligada de la imagen horrenda en la que la ética humana se lacera con cada sórdida aparición del hombre misterioso que se expone como protagonista. Alfredo Pez, el veterano actor que ha decidido darle vida a este macabro personaje, aparece tan convencido de que su acto es correcto, que entre instituciones que van desde la oficina de cultura hasta la jefatura policial, se discute si quizás deba ser llamado a declarar como cómplice de una afrenta pública.

Podría parecer exageración, al fin y al cabo es una manifestación de arte. Pero como algunos críticos han declarado, la tensión social que provocó la pieza ha convertido a los asistentes en testigos, incluso autores intelectuales. No causa sorpresa que ninguno de los ciento veinte que presenciaron el único ensayo general con público, hace ya tres semanas, se haya rehusado a dar declaraciones, y un número creciente de ellos haya pedido licencias extendidas en su lugar de trabajo. Incluso es nuestro deber traer a colación el penoso fallecimiento de Enrique Restrepo, 26, quien atendió dicho pre estreno, por razones al parecer circunstanciales. Se esperaba que más personas atendieran próximos ensayos, pero la inundación del Centro Cultural Sábato, centro de trabajo del elenco, ocasionó que aquel fuera el último ensayo y el último encuentro en conjunto del grupo que pondrá en las tablas del Gran Rex dicha presentación.

Se sabe que el joven director es un hombre ambicioso y entusiasta respecto a su propio trabajo. Ha estado presente en todos los aspectos del montaje, y se ha ganado a pulso su espacio dentro del reducido círculo del teatro dramático porteño. Aunque quizás en esta ocasión su sobre excitación haya llegado más allá del límite que se le es demarcado al artista. En este punto tenemos que precisar que como seres humanos, miembros activos y concientes de la sociedad, y profesionales del periodismo, ha costado un esfuerzo superlativo la realización de la presente reseña.

La historia del señor Drácula (Pez) es el intento continuo de encontrar salvación al exponer públicamente cada uno de los pensamientos que derivan en el hecho fatal, un hecho que por decisión de la producción se veta y queda bajo el entablado como el corazón delator del montaje. Esta estrategia voraz de conseguir la compasión pasa por varias etapas fallidas, una más descaradamente sangrienta que la otra. En el ensayo presenciado, los crímenes que implican decapitación de cuerpos quizás pudieran emplear postizos cuya sangre fuera un poco más densa y no dejara embadurnada la sala en tan pocos minutos. Cabe aclarar que estos crímenes son explícitamente considerados como la única forma de que el Sr. Duque tuerza la perspectiva de los hechos ocasionados por Drácula en su "Corazón Delator" (debemos precisar también que nuestro editorialista consideró que el emplear este término pudiera resultar algo pretencioso, y bien podría no estar equivocado).

Muchos critican en esta pieza la ausencia de un personaje con el cual el señor Drácula se relacione sentimentalmente. Sin embargo, analistas al parecer más meticulosos encuentran dicho giro en el momento en que el señor comienza a operar hacia la clara madrugada, donde sostiene confusas dialécticas con los susurros femeniles de la aurora (Fiorentina Mendoza). Y dicha apreciación se basa también en el cambio del modus operandi, que podría considerarse más tecnológico. Claro que, afirmar que se trate de alguna metáfora de cómo la tecnología es el principal enemigo de una sociedad centrada en la firme burocracia, como ocurre en la mayoría de naciones modernas, sería una apreciación equivocada y superficial ante el gigantesco armatoste moral que se propone. Es en este punto donde el personaje, que ha sorprendido finalmente con un abandono que resulta desgarradoramente inesperado, y ha reducido de manera dramática sus horas de sueño, se acerca su máxima vulnerabilidad, y a su vez confiesa -o realiza, no puede haber certeza en esto-, actos donde al fin la condena se hace un concepto vacuo. Considerando que dicho concepto es la piedra angular de nuestros sistemas judiciales contemporáneos, este hecho no puede pasarse por alto.

La historia del Sr. Duque es la inquietud acerca de la verdadera extensión de la condición humana. A ésta le son inherentes el odio, la inteligencia, la codicia y demás herramientas que la maldad emplea para desarrollarse. Al hallar la obra un acto que no corresponde a ninguna de las características psicológicas posibles, ¿se afirma acaso que se ha transgredido la condición? Si al fin se supera el hecho más grave, que quizás la mayoría relacione con la muerte o los maltratos prohibidos por las convenciones sobre las reglas de la guerra, ¿cuál es el verdadero parámetro para medir la gravedad? Qué viene a continuación, si acaso fuese posible hablar de reparación o, de algo que en la mente de nadie tiene cabida ya, el perdón? No sorprende que la escena del juicio, donde la tensión provocó algunos menores síncopes entre los presentes (siendo Restrepo una de las nefastas víctimas) y más de un retiro de la sala, fuese una escena muda, inmóvil, donde las miradas forman una orquesta tan melodiosa como desesperante.

Y entonces nos preguntamos, cuando el protagonista finalmente se ha desencubierto como el enemigo que se sospechó durante todo el desarrollo de la pieza, ¿Cómo puede haber un final feliz? Será entonces el público quien asuma el trabajo, de examinarse y responder, como miembro de ese conjunto de personas al que Drácula o Christian Duque o bajo cualquiera de las identidades que asume -quizás como una forma de escape ante algo más grande y abominable que él- integra en su crimen universal, si puede existir redención ante tan inmenso daño.